Echamos de menos Marrakech, o tal vez nuestra ensoñación, lo que para nosotros ha supuesto la Ciudad Roja, que siempre tiene que ver con las expectativas con las que partimos. ¿Viajábamos en busca de una Marrakech soñada?
Cuando viajamos, hacemos lo posible por adaptar itinerario, alojamiento,fechas y horarios para escapar de las aglomeraciones, aunque en estos días de confinamiento, ver en los medios, las imágenes de la plaza Yamaa El Fna vacía, provocan en nosotros un sentimiento de pérdida intenso. ¿Cuándo volverán el bullicio y los visitantes a Marrakech? ¿Terminará esta crisis con una tradición milenaria de encuentros, intercambios, cuentacuentos y conversaciones alrededor de un té y un delicioso tajine?
Echamos de menos nuestro riad: Shemsi, el soleado o mi sol, no nos ha quedado del todo claro el significado del nombre; el tiempo lento de despertarnos, desperezarnos con las conversaciones de los pájaros. Abrir las contraventanas, mejor dicho, las contrapuertas, y dejar paso al inclemente sol y al cielo azul sin una nube, que apenas calienta en estos callejones construidos para protegerse del calor y de los extraños. Como un particular hamman o terma, uno puede pasar del frigidarium de la primera planta del patio con la fuente piscina, a la 2º planta, la de los desayunos, el despacho de la administradora, la zona de interacción, y a la tercera planta, la sala de calor, con la terraza, a dos niveles, donde el adobe llega a hacer las veces de horno. Estas paredes conservan y repelen el calor a partes iguales.
Es un placer pasear por la kasbah, con la imponente mezquita y su minarete de azulejos turquesas. Observar la actividad incesante, las diminutas tiendas de apenas metro y medio de mostrador, que exponen sus mercancías: carnicerías, ultramarinos, pan, huevos, pasteles, chucherías, flanes, yogures... Saludos afectuosos y tiempo para la charla y la selección. Los clientes se toman muy en serio pesar en la balanza, retirar un plátano del manojo elegido, tocar, comprobar. Mientras, miles de gatos deambulan, dormitan y esperan su botín entre los matarifes de pollos y aves.
Brasas, hornos, cocinas, nubes de humo que se alzan desde los numerosos puestos que impregnan las calles de la medina. Por eso es un alivio adentrarse en los derb, los callejones sin salida, donde solo los portales de los riad constituyen un estímulo y donde no hay tiendas ni humo. Mujeres que hablan en las terrazas, coladas de ropa, niños que salen del colegio o se sientan en los soportales, se agrupan alrededor de un móvil, con sus bicis, bromean, comentan, y apenas nos dirigen una mirada.
Fresas, plátanos, mandarinas, granadas, cientos de cargamentos en puestos móviles que ocupan su lugar cuando las calles se desperezan; es invierno, no se madruga, salir antes de las 10, es descubrir otra Marrakech, la de los vendedores que barren y alejan la suciedad a baldazos de agua, los desperdicios que veíamos la noche anterior desaparecen. Afortunadamente, a sólo 12 o 15 minutos a pie de Yamaa el Fna hay poco plástico, poco papel, los restos orgánicos son alimento para los gatos.
Pegados a la kasbah y bordeando sus muros, las mezquitas no son visitables para los no musulmanes en Marruecos, nos dirigimos en busca de los palacios que nos cuentan la vida de sultanes y visires, de los poderosos, en un recorrido en el que sorteamos herboristerías, tiendas con decenas de ollas de todos los tamaños, pequeños electrodomésticos, cazuelas, teteras, termos, cafeteras... Estamos viendo aquí a muchos de los proveedores de todo lo que luego se ofrecerá a locales y visitantes en la plaza más famosa de Marruecos: Yamaa el Fna. En nuestro camino vamos a ser testigos de labores de carga y descarga infinitas y repetidas cada mañana. Bombonas de gas, metros de telas y hules, folios, costureros soltando sofás deteriorados y tapizándolos de nuevo, tal vez para los riads. Locales donde se amontonan para nuevos usos viejos troleys olvidados o abandonados por los viajeros, aprovechando sus cremalleras, la tela..., o se aprovecha el caucho de los neumáticos para reconvertirlos en bolsos, adornos, ropa, que encontraremos en los escaparates de algunas tiendas más modernas y que compiten con las más clásicas y conocidas exposiciones de lámparas, manufacturas, artesanía y taraceados marroquíes.
El aspecto de la carne es fresco, recién cortada. ¿Dónde? ¿Cuántos animales se sacrifican a diario? Encontramos todas las especialidades posibles: tiendas de lengua, callos, vísceras..., por supuesto sin nada de sangre como exige el Islam. Mujeres que comprueban la carne picada para preparar el Fekta. Mujeres con velo, muchas cubiertas casi por completo con una rendija mínima a la altura de los ojos. aunque no es lo que más abunda, nos sigue conmoviendo su invisibilidad forzada. ¿Qué pensarán de nosotros, qué huella dejamos los visitantes en sus vidas? ¿Tienen tanta curiosidad como nosotros o les parecemos unos intrusos?
¿Cómo es el mundo de las mujeres?
Todo está impecable en el interior del riad, la casa, la cocina, la limpieza, los arreglos, la administración, son realizados por mujeres que llevan más de 10 años en la casa. Los hombres son conserjes, hacen el turno de noche, ofrecen un té o una botella de agua. Nadie parece ocioso incluso cuando los huéspedes escasean en esta época del año. Todos los rincones están cuidados, el patio, la piscina, las cortinas, los suelos de baldosa...
Todo está impecable en el interior del riad, la casa, la cocina, la limpieza, los arreglos, la administración, son realizados por mujeres que llevan más de 10 años en la casa. Los hombres son conserjes, hacen el turno de noche, ofrecen un té o una botella de agua. Nadie parece ocioso incluso cuando los huéspedes escasean en esta época del año. Todos los rincones están cuidados, el patio, la piscina, las cortinas, los suelos de baldosa...
La mañana nos permite asistir al ritual de la charla entre vecinas, la colada, la protección de los patios, la vida en la terraza es una vida “de mujeres”. Todos los riads que vemos ofrecen tumbonas, sombrillas, espacios para el relax del huésped, con cojines y sombreros de paja, aunque somos nosotros los extraños, los que, si no tenemos un mínimo de sensibilidad, vamos a romper esa apacible calma y ese espacio natural de libertad para ellas.
Al caminar por la ciudad, cualquier lugar es adecuado para la repetida ceremonia del té. Más que la infusión importa el encuentro, compartir, conversar. Vemos muchos ancianos sentados en el suelo que venden menta olorosa, aunque polvorienta, que aromatizará el omnipresente té a la menta, el té marroquí. Nosotros volvemos de este viaje completamente asilvestrados y adictos al té a la menta, a esa forma lenta y sinuosa de escanciar el liquido sobre los pequeños vasos, distanciando mucho la tetera, subiendo y bajando, que libera todo el aroma. Nos reconcilia, ralentiza nuestro ritmo, alivia nuestros sentidos y nuestro olfato, demasiado estimulado por los fuertes olores mezclados de gases, telas, especias, humedad, frituras, inciensos...
Discurre a nuestro alrededor un incesante rio de personas que transportan, acompañan, comparan, regatean. Pasan a nuestro lado motos, isocarros de tres ruedas, taxis, coches, bicicletas, carretillas ampliadas para mostrar la mercancía. Al comparar los zocos cubiertos y sus laberintos, que traen a nuestra memoria El Gran Bazar de Estambul o de Jan el-Jalili de El Cairo, comprobamos que hoy pierden parte de su encanto con los múltiples carteles, anuncios, reclamos comerciales de riads y restaurantes, algunos con nombres idénticos a los destinos de los visitantes, que no nos dejan ver las inscripciones en las arcadas y puertas de entrada. A veces, ni siquiera los puntos de acceso a las mezquitas, que nos servirían de referencia, que permanecen semiocultos por las mercancías hasta la llamada a la oración. Desde luego son laberintos intencionados, bien trazados para atraer al comprador compulsivo, y no cabe duda de que parte de lo que siempre ha ofrecido Marrakech está ligado a dejarse llevar y perderse bajo estas tejavanas de madera, tela, plástico o telones de supermercados reutilizados. Si hoy queremos sentir el pulso de la ciudad, nos parece que hay que salir de este perímetro y callejear en los barrios de los alrededores. Todos saben en los zocos que el visitante quiere una foto en el zoco de los tintoreros y se ofrece amablemente a acompañar al fotógrafo, o piensan siempre que buscamos la salida hacia la plaza Yamaa El Fna, aunque pronto desisten en cuanto comprueban que disfrutamos de la búsqueda y del callejeo.
La Medina, la antigua ciudad amurallada, está dividida en pequeños barrios, todos alrededor de su mezquita, es una sucesión de palacios jardines y terrazas. Recorrer Marrakech es caminar por un laberinto, subir para apreciar desde las alturas un mar de terrazas desordenadas, y buscar los minaretes que nos orienten.
A salvo del caos y el bullicio de los zocos y la plaza, de la constante invitación a la compra de quincallería, nos acercamos al Jardin Secreto, totalmente rehabilitado y reconstruido, un referente de los jardines clásicos y exóticos, reflejo del paraíso descrito en el Corán. El Palacio de la Bahia y Dar Si Said cuentan también con agradables y frondosos jardines, aunque pueden estar más concurridos. La visita en el Jardin Secreto nos permite conocer los sistemas árabes de conducción y aprovechamiento del agua, un bien tan escaso y preciado. Es una delicia sentarse bajo el techo decorado del quiosco central y dejarse calmar por el murmullo del agua. Uno sale de aquí como de una sesión en el hamman.
En cuanto nos ven parados, surgen guías improvisados, peatones que “casualmente” van en esa dirección, o trabajan justo allí, o son bereberes auténticos y ese es “el único día que van a estar en el zoco”. Da igual que vayamos hacia el bello Museo de Mouassine, al Museo de Marrakech o a la Casa de la Fotografía..., nos dirán que sí con tal de acercarnos al que ellos creen que es nuestro objetivo. A medio camino entre el suyo (vender) y el nuestro (recorrer, disfrutar del ambiente, admirar espacios, objetos, colores, personas...), nos vemos obligados a rechazar cordialmente sus prisas, sus propuestas.
Lo cierto es que una vez que hemos paseado un par de días el mapa parece aclararse ante nosotros y comprobamos que los lugares que queremos conocer están a un paso de nuestro riad. Desde nuestro alojamiento, las Tumbas Saadies, junto a la Mezquita de la Kasbah están a menos de 5 minutos. Y desde la kasbah hasta la Plaza de Ferblantiers y el acceso al Palacio El Badi tenemos un breve y entretenido paseo de apenas otros 10 minutos. Esa misma plaza nos lleva acerca hasta el Palacio de la Bahia a y Dar Si Said. Los diferentes itinerarios que hemos probado para llegar a Yamaa El Fna no dejan de sorprendernos. Es divertido comprobar como en ocasiones nuestro sentido de orientación se diluye y comprobamos que hemos dibujado un circulo para volver de nuevo a la calle junto a la kasbah, de la que partíamos, pero en este recorrido siempre hay alicientes, nuevos detalles que nos atraen, personas desayunando, comprando, saludándose..., en el interior de la medina.
Compartimos pequeñas formulas de cortesía, sonrisas, miradas, simpatía, cordialidad. Volvemos gratamente sorprendidos, los comentarios durante años de muchos visitantes, nos hacían temer unos días de asedio. No ha sido así, es cierto que los vendedores son insistentes, que nos piden propinas por las fotos, que se ofrecen a llevarnos cuando no lo solicitamos. Es fácil entender que nos ven como monederos andantes, que el tiempo es escaso para lograr su venta y la competencia tremenda. Pero incluso en una época en la que los turistas y visitantes somos escasos, el trato ha sido cortés, y muchos detalles en el trato convierten a los habitantes de Marrakech en perfectos anfitriones.
El pasaje cubierto que nos lleva en 10 minutos desde la Plaza de Ferblantiers hasta Yamaa El Fna, además de protegernos del sol, es más pausado y tranquilo que los zocos que rodean a la plaza. Llegaremos a la plaza por su lado oeste y, cruzándola, vemos el otro minarete que nos sirve de guía, el de la Koutoubia, la imagen más repetida de la ciudad marroquí, que vamos a admirar con la luz cambiante de la mañana, su silueta al atardecer y las luces que la recortan por la noche.
En Marrakech el tiempo transcurre a otro ritmo, nos hace trampas, y nos ofrece días de invierno más largos y luminosos.
Marrakech nos ha dejado deambular, nos ha convertido en flaneurs. Aunque presumimos de viajar lento, lo cierto es que hacía tiempo que no caminábamos tan despacio. Contemplamos absortos todo cuanto acontece a nuestro alrededor desde el Café Glacier, un auténtico escaparate a la plaza Yamaa El Fna, sentados abajo, junto a muchos parroquianos habituales: un atildado hombre maduro con nariz aguileña y ojos que parecen maquillados, un vehemente negociador que no cesa de hablar por el móvil, ancianos que hacen durar su café y tal vez añoran tiempos pasados, cuando la plaza ofrecía toda su magia. La verdad es que nosotros observamos entusiastas, y tal vez para ellos también nosotros ponemos una nota diferente en su día a día. Pronto nos recomiendan como tomar el café, muy cargado y con tres azucarillos para que nos ponga a tono, golpea el corazón, como nos explica por gestos nuestro compañero de mesa para asegurar la potencia del brebaje. El café es excelente y aunque hemos probado a pedir un “nusnus”, el camarero tiene muchas tablas y nos mira y sonríe: “cortado”; Probamos con algunas formulas de cortesía en árabe, y aprendemos cuales son las que usan en bereber, dialecto marroquí... para después pasar a una mezcla de francés, inglés y español. Nos dice que lleva trabajando 30 años en este café. ¡Cuántas historias acumuladas!, no es necesario buscar a los cuentacuentos profesionales, a los que atraen en corrillos a los curiosos. Prefiere contarnos, aunque es verdad que es común en la forma de socializar de muchos marroquíes, que tiene 4 hijos, que él ya no puede servir en la terraza, el famosísimo Grand Balcon, porque es muy fatigoso... Y también nosotros disfrutamos de esa pequeña charla, que no, no nos va a permitir decir aquí como son, como piensan, como se comportan, que sienten, es sólo una interacción agradable de las muchas que vamos a encontrar en Marrakech.
Mientras dejamos pasar el tiempo en el café, son numerosas las ofertas que pasan por nuestra mesa, objetos para sostener el móvil, camisetas, tajines, cuadritos artesanos hechos de los más variopintos materiales, reptiles y serpientes de goma…. Parece como si hubiéramos alquilado stand en una feria y los visitantes pasasen a ofrecernos sus productos. De día la plaza tiene más sombrillas que espectáculo y más mujeres sentadas en pequeños taburetes de plástico que ofrecen tatuajes de henna, puestos de zumos y restaurantes; los escasos danzantes pronto piden al interesado propina por hacerse una foto con ellos. Los encantadores de serpientes quedan eclipsados por los que se pasean con un mono o con pequeñas cajitas de las que asoma….ellos mismos te dicen al acercarse “que asco”, algo que habrán escuchado al mostrar lo que parece ser una serpiente recién nacida y que es de un chillón verde plástico.
La plaza es un constante ir y venir, algunos vendedores, aguadores, bailarines y acróbatas pueden parecer idénticos, cambia el atuendo, a los que pueblan nuestras ciudades y parecen utilizar similares técnicas para atraer a sus clientes, seducir a los paseantes con sus historias, con la música, con algunos giros y saltos en el aire, hasta congregar un número suficiente alrededor y a partir de ahí, lograr captar, con la cadencia, las pausas y el ritmo adecuado, la atención de los presentes. Ver el interés con el que siguen las andanzas de un huevo en las manos del oficiante, que tras unos minutos logrará posar en equilibrio en el suelo, nos hace pensar en que la historia de “el huevo de Colón” tal vez tiene su origen en un cuento de estas tierras. Y que muchos han aprendido de esa forma de enlazar historias en cadena que Sherezade utilizaba en Las Mil y Una Noches.
Casi todos los comerciantes de la plaza son hombres, con la excepción de las tatuadoras de henna y de algunas jóvenes vendedoras de camisetas o de tarjetas de móvil.
Tradición y modernidad.
Marrakech es una ciudad que ofrece muchas capas, a ratos parece que hemos retrocedido en el tiempo...Vemos muchos adultos y ancianos en las plazas, jugando a las cartas, apostando, en el fondo de los puestos en los zocos, bajo los árboles, con teteras, termos de café, con puestos de zumos ambulantes, algunos son guías turísticos, identificados con su carnet; los más jóvenes trabajan de guías acompañantes, guías improvisados, de camareros, atraen mejor a los compradores y clientes. Parece como si dos modelos, dos estilos, el tradicional y el adaptado a los tiempos estuvieran en pugna en las calles. Se nota de forma especial en los restaurantes y puestos de comida, donde las formas más occidentales, decoración, uniformes, idiomas, cautivan a las familias y los grupos de chicas con sus bromas. Y otros puestos con comida de calidad pero menos vistosos, en cierta medida más auténticos, ven como sus clientes ocupan las mesas contiguas en lugar de las suyas. Hablamos sólo de la Medina, puesto que sabemos que la Marrakech más moderna, de locales sofisticados y chefs reconocidos, también nos espera fuera de las murallas y en algunos riads y hoteles.
La leyenda de la plaza y sus conocidos cuentacuentos son uno de los principales atractivos de Marrakech y sin embargo, a pesar de un influjo que no podemos negar, los auténticos..., cada vez son menos, una profesión a la que le cuesta encontrar relevo generacional y competir con móviles, series y pantallas. Desde 2017, cuando fallece Juan Goytisolo, el escritor que impulsó el que la plaza Yamaa El Fna fuera reconocida Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, las cosas parecen haber cambiado muy rápido. Si bien es cierto que muchos organismos, incluido el Instituto Cervantes, trabajan por dar continuidad a esta labor de contar historias, el número desciende. Cuesta hoy en día encontrar información y textos traducidos de narradores de Marruecos, de Marrakech. Por eso resulta esperanzador comprobar que tesis doctorales, programas en las escuelas y universidades, docentes, y otros muchoscontadores del mundo ponen el acento en mantener esta tradición. Nos ha gustado encontrar cerca de nuestro alojamiento el Clock, un espacio de encuentro cultural, también restaurante, que todas las semanas ofrece sesión de Cuentacuentos, con un traductor para acercar esta ensoñación a los visitantes.
El Clock ofrece además conciertos de música bereber, música del Sahara... El Museo de Mouasine, hoy museo de la música y uno de los palacios más antiguos que se conservan, nos cuenta la historia de esa música creada por los esclavos que muchos comparan por su cadencia con el blues o con el jazz. Desde luego es hipnótica, poderosa, y evocadora de ese desierto tan cercano. La cordillera del Atlas que enmarca Marrakech con sus picos nevados, es el perfecto telón de fondo de la Ciudad Roja, caótica, con humo, bulliciosa, y que, sin embargo, ya echamos de menos.
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