Corfú, o Kérkyra, es la capital de la isla de la que toma su nombre. Desde el agua, a través la neblina que se eleva desde el mar, Corfú se extiende ante nosotros como si fuera un anfiteatro que invita a acomodarse en sus gradas, mostrando su mejor cara. Sin embargo, defendida por dos fortalezas, es un auténtico bastión que se levanta a orillas del mar Jónico, dispuesta a derrotar a todo el que trate de conquistarla.
Partimos hacia Corfú con unas expectativas más bien bajas en cuanto a lo que podría dar de sí la capital: demasiados turistas, cierta falta de mantenimiento, precios desproporcionados…, era lo que nos había llegado por diferentes fuentes. En realidad, no nos preocupaba porque solamente se trataba de una escala, casi obligada, en nuestro viaje a Albania.
Sin embargo, debemos decir que Corfú, la ciudad, ha resultado una auténtica sorpresa, en el buen sentido y que, de buena gana, nos habríamos quedado durante mas días entre sus callejuelas. También nos ha ocurrido lo mismo con Corfú, la isla, y eso que las expectativas en ese caso eran mayores y por tanto más difíciles de cumplir. Hemos podido recorrer solamente parte del centro y el norte. Cuatro días que nos han sabido a muy poco, y que nos han dejado con ganas de volver. Veréis por qué...
Al llegar a Corfú nos dirigimos hacia la Ciudad Antigua, rodeada de murallas, al abrigo de la Fortaleza Antigua y la Fortaleza Nueva. Ese espacio, relativamente pequeño pronto resultó insuficiente para albergar a la creciente población. Las casas comenzaron a ganar altura, se edificaron muy juntas, en piedra y sin usar cemento, dejando unas calles adoquinadas y estrechas (kantouina), a menudo en sombra; caminar por ellas puso a prueba nuestro sentido de la orientación.