El recuerdo de la Red Star Line permanece vivo en el interior de los edificios que la compañía naviera tenía en el Rijnkaai de Amberes, a orillas del río Escalda. Los viejos muros de ladrillo acogen en su interior la historia de un viaje que emprendieron dos millones de personas que, en buena parte de los casos, anhelaban una vida mejor; un viaje lleno de esperanza, angustia, incertidumbre y coraje en busca del sueño americano.
Amberes se destacó, a partir del siglo XV, como uno de los centros comerciales más importantes del norte de Europa convirtiéndose desde entonces en una puerta tanto de entrada como de salida del continente; un punto de encuentro habitado actualmente por personas de 170 nacionalidades diferentes. Durante nuestro viaje a Amberes, la ciudad del mítico gigante Antigoon, caminando desde la Grote Markt nos acercamos a la ribera del río, contemplando viejas atarazanas y otras instalaciones de la antigua zona portuaria del Rijnkaai hasta llegar a los edificios de la naviera Red Star Line.
La Red Star Line, cuya denominación oficial era Sociedad Anónima de Navegación Belgo-Americana o SANBA, fue el resultado de la asociación, en 1872, de magnates de la industria naviera norteamericana, y dos socios establecidos en Amberes: Jules Bernard von Der Becke y William Edward Marsily. La idea de negocio se basaba en el transporte de mercancías desde América a Europa en el trayecto de ida, y de pasajeros en el viaje de vuelta; esto hizo posible el apoyo financiero de la Compañía de Ferrocarril de Pennsylvania, que veía en esa línea de transporte de viajeros que cruzaba el Atlántico una extensión de su red de ferrocarril. El viaje inaugural lo realizó, en 1873, el buque Vaderland, que partió de Filadelfia.
Durante el período de su apogeo la Red Star Line fletaba dos barcos semanales hacia América. Ya en la década de 1920, cuando Estados Unidos estableció restricciones migratorias, la naviera comenzó a sufrir dificultades financieras, hasta que fue vendida en 1934 a un naviero judío alemán, Arnold Berstein. Berstein, uno de los empresarios judíos más importantes de Alemania, fue encarcelado en 1937 y sus bienes confiscados por las autoridades nazis. De poco le había servido ser condecorado durante la Primera Guerra Mundial con la cruz de hierro de primera clase. En 1939, tras el pago de una importante suma de dinero, fue liberado y, junto a su esposa, huyó a Holanda. Llegaron a Nueva York el día que Alemania invadía Polonia, el 1 de septiembre de 1939. De los dos millones de pasajeros que la Red Star Line transportó a Estados Unidos una cuarta parte fueron judíos. Entre ellos, Albert Einstein. Su carta de renuncia a la Academia de Ciencias de Prusia escrita en papel con el membrete de la naviera, se conserva en el museo de la Red Star Line. La línea naviera fue adquirida y explotada por la Línea Holanda-América.
A medida que nos acercamos a los edificios de la Red Star Line, resulta inevitable pensar en la situación actual de los migrantes, no solo en el Mediterráneo, sino en otros muchos puntos del Planeta, y nos da la sensación de que resulta sencillo olvidar que, no hace mucho tiempo, los que emigraban eran los ciudadanos europeos. Nada menos que 60 millones de personas abandonaron Europa entre 1815 y 1950 con la esperanza de encontrar una vida mejor. Amberes fue el puerto de salida para los migrantes procedentes de Alemania y de Europa del Este. Su destino, en la mayoría de los casos, Estados Unidos.
En el Museo Red Star Line nos han impresionado las imágenes y las películas que muestran las condiciones de vida de los migrantes europeos, sumidos en la más absoluta pobreza, rodeados de miseria y degradados físicamente por la falta de alimentos y medicinas. En el siglo XIX las nuevas fábricas de las ciudades habían reducido la industria rural tradicional a la irrelevancia. En el campo, la población se veía especialmente afectada por las guerras, las hambrunas, los desastres naturales y las epidemias, apenas podían llegar a fin de mes. En las ciudades, había que sumar, además, las persecuciones políticas. La emigración se convirtió para muchos en la única alternativa.
¿Como es posible que Europa haya olvidado tan pronto el sufrimiento de millones de sus ciudadanos y de la espalda a aquellos que huyen de conflictos armados, genocidios, hambre, miseria y discriminación en otros continentes? Es una pregunta que surge constantemente, mientras nos movemos por el interior de un museo bien concebido, en un edificio que no podía ser más adecuado para contar la historia que nos muestra.
Las navieras inundaban Europa de agentes provistos de folletos y coloridos posters en los que prometían, a precios económicos, una travesía rápida y confortable hacia una vida mejor. También contribuían las noticias que, desde América, remitían aquellos que habían logrado establecerse, algunos incluso enviaban billetes prepagados, o acciones como las del gobierno de Canadá, que impulsaba la llegada de nueva población para establecerse en áreas no cultivadas. Sin embargo, la decisión de emigrar no resultaba fácil, porque no todas las cartas portaban buenas nuevas.
El viaje de los migrantes no comenzaba en Amberes. Dejar su país de origen podía resultar una aventura con fatales consecuencias, como en el caso de Rusia, donde numerosas personas cruzaban la frontera ilegalmente para evitar los férreos controles, incluidos muchos hombres jóvenes que escapaban del reclutamiento forzoso. Después, en la mayoría de los casos, los migrantes debían realizar previamente un largo y extenuante viaje en ferrocarril. Lo hacían en vagones de cuarta clase, sin calefacción, sin lavabos, y separados del resto de pasajeros.
Nuestro viaje también nos llevó hasta Amberes en ferrocarril, hasta su deslumbrante Estación Central, una de las más bellas del mundo. Su amplitud, decoración, la enorme cúpula que cubre el edificio principal, el uso del cristal y el hierro... convierten la llegada a Amberes en un acontecimiento único incluso hoy en día. ¿Que podían sentir entonces los migrantes de principios del siglo XX al llegar a un edificio como la Estación Central de Amberes? Y no solo la estación, los hoteles, las calles comerciales, los teatros y casas lujosas, el dinamismo del comercio y la industria hacían que la ciudad resultara fascinante para los recién llegados. Al mismo tiempo, los peligros eran evidentes, con los estafadores buscando incautos para timarles quedándose con su dinero e incluso con su pasaje.
Por lo general, los migrantes pasaban poco tiempo en Amberes, donde eran observados por sus habitantes con una mezcla de curiosidad y pena, aunque a medida que su presencia aumentaba, la percepción por parte de la población local hacia esos viajeros forzosos fue cambiando.
Durante el siglo XIX numerosas epidemias asolaron Amberes, en parte debido a la expansión de la ciudad, del crecimiento del número de habitantes y a las malas condiciones de higiene de buena parte de la población. La epidemia de cólera de 1866 y la posterior, aunque menos mortífera, de 1892 extendieron el miedo entre la gente, colocando a los migrantes que provenían de zonas donde el cólera se había propagado en el punto de mira.
Entre 1893 y 1894 la Red Star Line construyó un hangar en el que los migrantes pasaban un control médico, una mera formalidad antes de la Primera Guerra Mundial, y su equipaje era desinfectado mediante el uso de un equipo móvil de desinfección, propiedad del Departamento de Salud de Amberes. Los médicos examinaban a cuatro o cinco pasajeros por minuto, en el muelle, en el hangar o en los hoteles donde se alojaban, aunque únicamente a aquellos que les parecían enfermos o presentaban algunas enfermedades oculares o de la piel.
Tras la Primera Guerra Mundial, el flujo de migrantes continuó. Las restricciones médicas impuestas por Estados Unidos y Canadá junto con las numerosas quejas de los pasajeros por las condiciones en las que se realizaban las inspecciones, hicieron necesario construir una Estación de Inspección Médica bien equipada, con duchas y baños separados para hombres y mujeres. El edificio obligaba a los migrantes a pasar por toda una serie de controles, y una vez en el exterior, eran trasladados a los hoteles de cuarentena donde esperaban su partida. En esta época, los controles médicos eran mucho más exhaustivos, con una media de 20 minutos, aunque podían llegar a la hora y media. Hombres y mujeres, por separado, eran examinados por tres doctores: uno en representación de Estados Unidos o Canadá, otro de la naviera y el último del Servicio Belga de Emigración.
A los migrantes se les examinaba en busca de parásitos y tanto mujeres como hombres se veían obligados a desvestirse de cintura para abajo; eran sometidos a ejercicios físicos para comprobar el buen estado de sus huesos, espalda, ojos, corazón y piernas, así como la ausencia de enfermedades venéreas. Esta situación generaba un nivel de ansiedad en algunos casos insoportable para las personas. Los pasajeros debían ducharse durante una hora, mientras sus ropas eran tratadas químicamente en grandes autoclaves.
Las autoridades americanas estaban preocupadas por las enfermedades infecciosas que los viajeros de lugares remotos pudieran portar, como el cólera o el tifus. Aunque no era este el único motivo de los rigurosos controles que se realizaban en los edificios de la Red Star Line, ya que si un pasajero no era admitido en Estados Unidos era devuelto a Amberes, con cargo a la naviera. Solo los que se encontraban libres de enfermedades y resultaban aptos para trabajar eran admitidos en Estados Unidos.
En la Red Star Line también se ejercía el control administrativo, donde se requería a los pasajeros para que presentaran diversa documentación; además de su billete, debían rellenar un cuestionario con todo lo relativo a su salud, sus planes en América, sus convicciones políticas... El formulario debía entregarse al menos dos días antes, bajo pena de no ser admitido a bordo. Las restricciones aumentaron durante los años veinte, con la exigencia de visado, y la puntilla a la emigración la causó el crack financiero de 1929.
Durante los primeros años del siglo XX los navíos de vapor que cruzaban el océano vivieron su apogeo, auténticos milagros de la tecnología. El buque insignia de la Red Star Line en los años veinte fue el Belgenland, con 204 metros de eslora y capacidad para 2500 pasajeros. Estos grandes buques eran un reflejo de las diferentes clases sociales de la sociedad que habitaba tierra firme. Los pasajeros de primera clase, con sus cabinas privadas disfrutaban de toda clase de lujos, mientras que los de tercera clase dormían en grandes espacios sin intimidad, en ocasiones con cientos de camas.
Los migrantes que podían permitirse un coste extra viajaban en segunda clase, donde, sin llegar ni mucho menos al nivel de los de primera, disfrutaban de cierto grado de confort, y, en muchos de los puertos a los que se llegaba, no tenían la obligación de superar un examen médico.
Después de la Primera Guerra Mundial se añadió una nueva clase turista, que ofrecía una sencilla experiencia de viaje tanto para migrantes como para viajeros con bajo presupuesto.
Para muchos de los pasajeros de tercera clase, el viaje hacia América no era un viaje de placer. Se encontraban estrictamente separados del resto del pasaje, en las cubiertas más profundas del barco, hacinados. Unas condiciones que empeoraban cuando alguno sufría mareos, vómitos o enfermaba.
Cuando las condiciones meteorológicas lo permitían, los pasajeros de tercera clase podían subir a la cubierta del barco; desde la proa contemplaban a los pasajeros de primera clase como si se encontraran en otro planeta... A pesar de las malas condiciones, el viaje, comparado con el que se realizaba medio siglo antes, podía ser mucho más confortable. Un velero invertía seis semanas de media en realizar la travesía, frente a los diez días que un barco de vapor empleaba en el viaje de Amberes a Nueva York.
Una significativa parte de los migrantes europeos terminaba en las principales ciudades industriales del noreste de Estados Unidos, donde se alojaban con parientes o amigos, de forma que las comunidades mantenían viva la cultura del país de origen. Los primeros años eran muy duros, con suburbios superpoblados e insalubres y unas condiciones laborales extenuantes. La gente echaba de menos a los amigos y a la familia que habían dejado atrás, y la correspondencia era fluida entre ambos lados del Atlántico. Muchos enviaban parte de sus salarios a Europa, otros ahorraban para llevar a su familia con ellos.
Las mismas reticencias que la presencia masiva de migrantes había suscitado en las ciudades de partida, como Amberes, también se producían en América. Hacia finales del siglo XIX los lobbys anti emigración lograron frenar el flujo migratorio proveniente de Asia. Europa era el siguiente objetivo.
La situación provocó que algunos se desilusionaran; otros únicamente buscaban dinero rápido para regresar a Europa con sus ahorros y mejorar allí sus condiciones. La mayoría, sin embargo, logró construir una nueva vida, perdiendo poco a poco los lazos con sus países de origen. Los descendientes de los pasajeros de la Red Star Line son 'viejos americanos', las fábricas donde trabajaron duramente sus antepasados son historia, las viejas barriadas se han transformado…
Actualmente, la emigración sigue suscitando opiniones y reacciones encendidas. Visitar lugares como el Museo de la Red Star Line en Amberes debería ser obligatorio para los dirigentes políticos, de frágil memoria unos, insensibles o indiferentes otros, y recomendable, sin duda, para toda la población, porque un día, sin que nos demos cuenta, cualquiera de nosotros puede verse con sus pertenencias en una maleta, rumbo a un destino incierto.
Agradecimientos
Esta experiencia ha sido posible, en parte, gracias a la colaboración de Visit Flanders (Of. Turismo de Flandes en España) y Visit Antwerpen
El Guisante Verde Project mantiene todo el control editorial del contenido publicado.
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