A medida que avanzamos por la pista de tierra, la nube de polvo que nos envuelve delataría nuestra presencia a kilómetros, aunque únicamente son testigos de nuestro paso decenas de viejos olivos de troncos retorcidos. Sobre el cielo despejado el astro rey se muestra inclemente en julio, y el aire se llena de ese olor tan característico que desprende la madera cuando se calienta. Buscamos las huellas que los pobladores prehistóricos de estas tierras dejaron pintadas en la roca, hoy convertidas en Patrimonio de la Humanidad. El sonido de las cigarras es la banda sonora que nos acompaña y, por momentos, resulta atronador. Con razón escuchamos decir por aquí que “En julio es de gran tabarra el canto de la cigarra”. Nos movemos despacio, atentos a los cruces de caminos y a las señales, que solamente indican que estamos en la dirección correcta, sin dar una pista de la distancia o el tiempo que nos queda hasta llegar a nuestro destino, aunque realmente no es necesario. Aquí la prisa no existe. Estamos en Matarraña, Teruel, la escapada perfecta.
Por fin hemos visitado, recorrido, aspirado, nos hemos empapado de Matarraña, Matarranya, en la provincia de Teruel, un espacio fronterizo, al que le teníamos ganas, muchas ganas. Casi una semana en dedicación exclusiva para degustar, perdernos, recorrer, preguntar, escuchar, mirar sin prisas, llegar un poco tarde a todo, al desayuno, a la cena, a la foto, al baño...
“Creo que os va a gustar el pueblo de mi abuela: Cretas”, nos dice Arantxa mientras preparamos las mochilas para la jornada.