
Cuando, en 1996, paseamos por primera vez por las calles de Praga, recorriendo sus callejones débilmente iluminados, y llegamos a Staré Mesto, con la Iglesia de Tyn, agazapada tras las casas, el reloj astronómico animado por los autómatas...... pensamos que era la ciudad más hermosa que tal vez veríamos nunca.