Ya desde el Paleolítico se tiene constancia, más o menos clara, de la creación de mapas, pero fue la evolución de la sociedad, el paso al Neolítico, lo que hizo de los mapas una necesidad. Delimitaban parcelas de cultivo, señalaban rutas de agua, pasos para la ganadería…
Durante la antigua Grecia, de la mano de la geografía y la astronomía, la cartografía experimentó un avance sin precedentes y surgieron Anaximadro, Ptolomeo, Aristarco de Samos o Erastótenes.
El ser humano tenía, y tiene, la necesidad de acotar el espacio conocido, su ciudad, su comarca, la costa, fijar las rutas comerciales, y a la vez, marcar así un objetivo que ha obsesionado a miles durante siglos: emprender un viaje más allá de las fronteras conocidas. Y todo el conocimiento que se adquiría con el descubrimiento de nuevos lugares, nuevos mares, nuevos pueblos, se plasmaba en los mapas, dando origen a auténticas obras de arte, como el realizado en 1482 por Johannes Schnitzer basado en los trabajos de Ptolomeo, o el mapa mundi realizado por Frederick de Wit, en 1668.