Cuando comencé la lectura La Cacería, hace ya diez años, y aunque parezca un contrasentido, lo hice con bastantes reticencias.
El autor me era totalmente desconocido, si bien esto no suponía en si ningún inconveniente, pero llegó hasta mí de la mano de Arturo Pérez-Reverte, lo que desde luego no me predisponía a leerlo.
Por otro lado, las novelas de aventuras en el mar no me atraían. El mar, infinito, azul, verde, gris, en constante movimiento, opuesto al espacio reducido, agobiante e inmutable de una nave, forman una sociedad en la que no me siento cómodo, aunque quisiera que no fuera así.
Cuando llega la noche, y una luna llena, majestuosa y límpida, ilumina el ambiente, creemos vivir momentos de magia embellecedora. Las aguas, verdosas de día, cobran una coloración azul, de un azul oscuro, enigmático.
La libertad de zarpar, con rumbo fijo, o sin el, sentir la lluvia, el viento, el sabor de la sal, saber que pese a todo, nuestra suerte no depende de nosotros mismos sino que somos un juguete más en manos de la Naturaleza, son sensaciones que me atraen profundamente.